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En nuestros mundos es muy difícil ser diferente.

La dependienta -2016- Sayaka Murata

Al comienzo de la novela un pasaje nos desconcierta. La niña está jugando en el parque con otros pequeños. La mirada atenta de las progenitoras los protege. Aparece un pajarito muerto y todos los niños lloran con desconsuelo. Enseguida las mamás, en el papel protector-educativo que se les supone, sugieren un remilgado entierro allí mismo.

Keiko propone a su madre, con un aire racional, que, ya que está muerto, podrían llevárselo a casa; las dos saben cuánto le gustan al padre los pajaritos fritos.

Ignoraba por completo las normas que regían el entorno en el que se movía.

Asistimos a algunas vivencias similares con la niña como protagonista. La lógica y la razón impulsan sus reacciones. ¡Qué lejos se queda de las convenciones sociales!

Pronto comprende que ha de ser muy cauta en su conducta, para pasar desapercibida frente a los más canónicos. Incapaz de adaptarse a las reglas de este universo que la contiene, sí ha entendido que debe protegerse de él.

Encontrará su propio universo cuando se convierta en dependienta de una kombini, una tienda que permanece abierta 24 horas los 365 días del año.

Dos mundos paralelos se carean en la vida de esta joven. En uno nació como hembra humana fallida, a ojos de los que se sentían “normales”. En otro, la tienda, halló su refugió. Se sintió parte del engranaje, algo que no consiguió en el primero: era dependienta, una pieza en ese mecanismo. Aquel universo disponía de unas reglas que manejaba, se sentía cobijada entre ellas. “Aquel trabajo era lo único que me permitía ser una persona normal.”

“La vida que llevaba antes de “nacer” como dependienta de una tienda está envuelta en una nebulosa y no la recuerdo claramente.” La tienda, su mundo y su religión, es una caja luminosa; el escaparate la hace comparable a los cristales de la maternidad donde había visto a su sobrino recién nacido.

Keiko es una metáfora del diferente, del que busca serlo y del que se encuentra con la circunstancia de padecerlo. 

“Mi hermana tenía dos años menos que yo y era una niña “normal”.” Aquí, enseguida, un pensamiento nos asalta: ¿Qué es ser normal?

Su hermana, Asami, siempre ha querido ayudarla. El daba ideas para enmascarar sus rarezas cuando se hallaba con otros. Nunca se planteó, seguramente, acompañar a Keiko en su derecho a ser de otra manera. Sin duda bien intencionada, quería a toda costa evitar el sufrimiento tanto de sus padres como de ella misma, el que derivaba de convivir en la familia con el disidente, con el marcado como asocial.

Le dictaba las respuestas con las que podían callar las preguntas comprometidas en las pocas reuniones de amigas a las que asistía Keiko; por qué no se había casado aún, por qué no tenía hijos, por qué seguía trabajando por horas… Desde que estaba en la tienda había vuelto a ver a sus amigas del pasado: imitaba gestos, atuendos y formas de hablar de otras compañeras de la tienda para estar a la altura que se requería en esos grupos femeninos, donde sobre todo se intuye la incomunicación, porque solo usaban discursos trillados, que no llegaban a las otras, que morían al deslizarse fuera de sus labios, que no requerían respuestas, que solo pretendían mostrar que aquellas  chicas habían conseguido lo que la costumbre social exigía.

Keiko sufrió desde su infancia el estereotipo. En el colegio buscaban explicaciones para la conducta de esa niña “rarita”: “Si sufres abusos entenderemos por qué lo has hecho y nos quedaremos más tranquilos”. Una niña como aquella solo podía venir de una familia desestructurada. El psicólogo la única respuesta que supo dar a sus padres fue que necesitaba cariño, aunque no hubiera notado carencia alguna.

La sociedad escupe al diferente, si no puede engullirlo y asimilarlo.

Cuando un hombre cae en su nido, todos ven una nueva Keiko, la que esperaban, acercándose del lado correcto. ¿Todos? Ella no.

Sayaka Murata critica con contundencia el papel que su sociedad ha reservado para las mujeres, incluso en ese mundo de clichés ellas están por detrás del elemento masculino, aunque también el hombre lleve su parte de padecimiento, si no se atiene a lo que de él se espera.

¿No se trata de una crítica social algo ingenua o incluso simplista? Es la que la autora ha deseado. No le falta el sarcasmo, se encuentra entre la broma y la verdad más ácida.

La creadora funde humor y causticidad en un personaje peculiar que roza el espectro autista o que asemeja a una alienígena; que llega a tener algún pensamiento inimaginable en el mundo de los normales  -la gente de bien- contra algo tan respetado como un bebé.

 

 

 

 

 

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