Tea Rooms. Mujeres obreras -1934- Luisa Carnés
Esta novela sugiere una jaula dorada; dorada solo en apariencia. Con una mirada atenta se descubren muchos puntos de óxido en esa armazón.
Esa jaula simboliza un pomposo salón de té en Madrid, durante los años treinta del pasado siglo. Allí trabajan más mujeres que hombres, de ahí el subtítulo de la obra. Allí se encierran ilusiones moribundas, hondas injusticias, desigualdades, despotismo, penurias.
Los filamentos metálicos que la articulan constituyen una metáfora del estilo sencillo y directo (frases cortas, precisas, afiladas) creado por la autora para cobijar su denuncia de un mundo que le dolía.
Luisa Carnés fue durante mucho tiempo una escritora olvidada. Su exilio tras la Guerra Civil y la fidelidad al régimen republicano no son la única explicación para su injusta ausencia de la historia de la literatura. Muchos fueron los escritores con unas vivencias similares y no corrieron su misma suerte. Su condición femenina supuso la causa principal de su olvido. La revisión de la literatura de la Segunda República, años después de su muerte, nos la devolvieron.
Comenzó a escribir este texto en 1932, las experiencias personales como trabajadora bañan estas páginas. La situación económicamente inestable de su familia la obligó desde niña a buscarse un oficio. Sus primeros contactos con la literatura fueron buscando evasión en la lectura. Encontró sus fuentes en los folletines de los periódicos y la biblioteca. Más tarde compartiría su actividad laboral con la creación literaria.
Se inspiró en ella misma para crear el personaje de Matilde en Tea Rooms.
Los realistas, arrellanados frente a la realidad, la reproducían –querían ellos al menos, porque lo cierto es que la miraban a través del cristal de su subjetividad–. Los del 98 se metieron dentro para analizarla y corregirla. Muchos de los que vinieron después lo que buscaban era explicarse el mundo que les rodeaba. Luisa Carnés está entre ellos.
El contenido del libro se precipita sobre nosotros, sin intermediario que lo introduzca. En su comienzo es como si la autora tirase un cubo de agua que llega hasta nuestros pies:
“…siendo los prontos reembolsos el alma del comercio, confío en que usted encontrará un medio de remitirme […]
Ring, ring, ring…
El hombre gordo y calvo alarga la mano hacia el receptor telefónico. […]
Mientras habla da vueltas entre los dientes a un ancho puro medio apagado. A las comisuras le asoma una saliva oscura.
Con una tímida mirada oblicua, Matilde trata de abarcar cuanto la rodea.”
Matilde está haciendo una prueba para un puesto de mecanógrafa. Nos lo indica el anuncio que se transcribe un poco más adelante, lo llevaba metido en su cartera “hecha por ella misma con el resto de franela azul de un vestido”. Lo tira, no le sirve ya. Han sido muchos los que han terminado en la basura este invierno.
“Antesalas frías. Mujeres de los más varios tipos y edades. Zapatos deteriorados debajo de los bancos o sillas; zapatos impecables, pierna sobre pierna.” Una apreciación muy fina –aparecen muchas en la obra– para distinguir a las distintas candidatas. “«Pase la primera». A esta voz, los zapatos torcidos avanzan rápidos, suicidas, mientras que los zapatos impecables subrayan un paso estudiado, elegante.”
Los de Matilde son de los primeros.
Luisa Carnés probablemente alguna vez también escondió sus zapatos torcidos.
Quizás la diferencia de calzado radica entre las mujeres que buscan trabajo para independizarse y las que necesitan las pocas pesetas que les dan porque en casa pasan necesidades. Matilde es de estas últimas.
Carnés cose su relato a esta joven y desde ahí nos acercamos con ella a la pobreza de su hogar, donde sus hermanos pequeños carecen de lo básico, donde la madre mata su frustración pegando al más mayorcito, cuando la hija le dice: “la miseria amodorra tu pudor.”
“La puerta apenas chirría al girar”. Nos hemos metido con ella en el microcosmos que es el salón de té, ha conseguido trabajo de dependienta. Accede por la escalera interior. Ya hace mucho que comprendió que la sociedad se divide en dos: “los que utilizan el ascensor o la escalera principal, y «los otros», los de la escalera de servicio […]”.
Vemos a los personajes como si estuvieran una pecera, el universo de fuera se descubre a través de los escaparates. Nosotros los observamos desde ese otro lado del cristal, los vemos moverse en una danza de gestos repetitivos y extenuantes.
El mundo exterior entra también a través de las pequeñas motas de vida personal, que los que allí trabajan o consumen traen pegadas a sus ropas.
“Fraques proletarios, batas negras… Trabajo”. Carnés usa la metonimia de manera acertada. Dentro del salón todos pierden su yo para convertirse en pequeñas marionetas, que actúan automatizadas: limpian bandejas y cajones; reponen pasteles y bombones, dejando arriba los más antiguos; sirven y dormitan; despachan, atan paquetes con un nudito corredizo, que les deja el dedo resentido. Diez horas y unas pocas pesetas. Siempre vigilados por la encargada. La correveidile del jefe, pimpampum de las burlas e improperios de los empleados. Todo apenas musitado, no sea que los pongan en la calle si los escucha.
Los clientes son conocidos o fácilmente identificables, marcan horas y días con su presencia: “Para ella, el público se compone de una interminable serie de autómatas; de seres de ojos, palabras y ademanes idénticos –todos la misma actitud: el índice, tieso, indicando el dulce elegido y un brillo glotón en los ojos; un brillo repugnante–.”
La trama está construida con hilos casi invisibles, imitando a la vida, edificada con pequeños ladrillos que apenas destacan.
La acción es muy reducida, no hay grandes hechos, todo va cayendo como inyectado de sopor. Infidelidades y despidos arbitrarios; pequeños robos de nefasto desenlace; enamoramiento con consecuencias trágicas; búsqueda de boda cómoda –tú me sirves yo te mantengo– no puedes querer nada mejor; la prostitución como única salida; la huelga desde el lado del obrero y del patrón; la situación política italiana.
Se habla bajito sobre los derechos de los trabajadores, el miedo a perder el puesto pesa como plomo, solo Matilde, discreta, la reivindica, ella cumple son sus tareas pero sin el servilismo de otras. Se reivindica la queja, pero las palabras caen en el vacío, se quedan pegadas a la mugre del triste cuartito donde se cambian las trabajadoras.
Hoy muchos de estos episodios no se darían, las leyes han avanzado; pero no todo lo que se necesita.
La Luisa Carnés que busca justicia e igualdad social se filtra constantemente.