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Se enganchan la génesis de la escritura con lo escrito: el pueblo que le corría por las venas.veneno en los ojos.”

Libro -2011- José Luis Peixoto

“La madre posó el libro en las manos del hijo.

Qué misterio. El niño no lograba imaginar un propósito para el objeto que sostenía. Pensó en olerlo, pero la puerta del patio estaba abierta, entraba luz, había mucha vida allá afuera.”

Con estas frases, un tanto enigmáticas, abre Peixoto su novela.

Dos inicios parecen enlazarse en estas primeras líneas. Uno, el germen del que parte un escritor cuando concibe una novela; otro, el lector que empieza su andadura sobre esas páginas.

Esa madre y el libro que deposita en las manos del hijo simbolizan la idea primera donde surge este libro. Ella insufló la sustancia inspiradora, el escritor pondrá su saber para convertir aquello en literatura. El lector cierra el círculo, materializa la obra al entrar en ella, le da vida.

Nos hallamos enganchados en el misterio de la palabra escrita. Aquí el tejido de frases transcribe algo que participó de lo real, es esa puerta abierta al exterior que aparece en la cita.

El creador, puede ser Peixoto, busca transmutar en vocablos lo que sintieron, lo que vivieron sus próximos –representados en esa madre–; algo que él vive y siente todavía porque comparten la sangre. Detrás de ese deseo, se esparcen los días, las horas, los minutos frente al papel en un combate entre el impulso creativo con la desmotivación, las dudas y la dificultad para armonizar la materia que le fluye por las venas, que surgió de esa luz que viene de fuera, con la palabra, que dará lugar al producto final; que culminará tras la lectura.

“Su madre dijo:

Nunca olvides.”

Antes de que el creador concibiera la historia, la misma ya existía, porque estaba en la madre, en el hijo y en la tierra donde se asentaban. El autor portugués con el arte de su palabra moldeará este relato que inunda madres, hijos, padres con un país para nacer y morir, Portugal, y otro ajeno, Francia.

Una temática emotiva, de entonces y de hoy mismo; el lenguaje de Peixoto la convierte en arte. Él le clava las uñas a las palabras y les saca gritos profundos, nos lleva al interior de realidades y personas.

“Ilidio sentía eso, pero no era capaz de encontrar las palabras para decírselas a sí mismo.” Quería plasmar los recuerdos de otros, que eran también suyos, pero los recuerdos se le volaban como confeti.

La madre de Idilio partió, se alejó doblando la esquina y el niño se quedó allí, junto a la fuente, sin atreverse a dar un solo paso. El chiquillo creció junto a Josué.

Las partes del texto van creciendo pautadas con claras marcas temporales. Algunos momentos del pasado, como ligeras sacudidas, vendrán hasta el ahora. También asistimos, anhelantes, a escenas simultáneas en el tiempo y separadas en el terreno.

Con capas sucesivas nos envuelve la energía primaria, que desprende un pequeño pueblo portugués, desperezándose desde los tiempos de la dictadura de Salazar hasta años posteriores a la Revolución. Un territorio marcado con la mezquindad, la chanza, lo inverosímil, el sexo ahogado,  la fraternidad que se instala en una amistad unida en cemento, la indiferencia y la altivez, la política aderezada de absurdo, las estrecheces, los bailes constreñidos en la Casa del Pueblo: “Los niños se sentaban en el suelo, al lado de perros acostados, entre piernas como troncos de árbol.” Marcado también con la maldad que había roto los relojes. “El pueblo tenía la amargura y el veneno en los ojos.”

Empedrado con la emigración, en su cara más dura, a la búsqueda de mejores condiciones de vida o huyendo de compromisos militares. La vuelta, vestidos con otra piel, que fue creciendo más allá de los Pirineos. Un primer viaje interminable y duro en la camioneta, cubierta por una lona.  Adelaide se preguntaba: ¿Qué sería Francia? Siempre se podía encontrar la guía amiga en una compatriota que, sin conocer, era más resuelta.

Se alza por encima de todo una inmensa historia de amor, perfumada, pero que resbala como una gota en el cristal, que no se asienta.

“El corazón de ella latió de prisa, lo sintió en el cuello, le costó respirar. Adelaide sintió la mano de él tocándole los dedos. Era un toque caliente, fuerte, piel, ah, y le dejó un papel doblado en la palma de la mano.”

Después vendrá la vida extraña, por ajena, en un país extranjero, tan distinta de la que conocían, pero con más lustre. Al final París formará parte de su piel, aunque no de sus entrañas.

Imágenes duras, a veces lacerantes; pero irremediables. Se bañan en esa fuerza expresiva del lenguaje de Peixoto, que juega con las palabras tanto como con la escritura.  

Lo empuja a narrar una rabia contenida que se libera. Una rabia que es más de otros que de él mismo, una rabia que es sentimiento profundo que la tierra y la sangre transportan.

La obra queda estructurada en dos partes. En la primera, más extensa, una tercera persona acomoda esos contenidos y esa supuesta génesis de la novela, el principio de una narración, su concepción. En la segunda el yo narrativo, un hijo nacido en Francia. Se enlaza con los contenidos de la primera parte, las visitas estivales al pueblo, la vida en París, un accidente insólito o la vuelta definitiva a Portugal. Entramos en una espiral de literatura experimental junto a ejercicios de estilo, que puede llegar a producir cierto desasosiego comprensivo. Ahí se cruzan títulos de obras con nombres de autores conocidos, un libro que se están escribiendo con interpelaciones al que está al otro lado de las páginas, que lo construye cuando lo lee.

Se dirige a Peixoto en algún momento, se dirige a nosotros. Porque somos nosotros esos lectores que erigen el libro, los que cerramos el círculo creativo. Cuando comenzamos a leer estas páginas vimos al escritor empezar su creación.

Cierta confusión deliberada, sin duda; porque escribir como leer o, incluso, vivir no es un llano. Vivir, escribir y leer se llena de aristas, rincones y salientes, que no controlamos.

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