Mendel el de los libros (1929) - Stefan Zweig
“ Los libros solo se escriben para, por encima del propio aliento, unir a los seres humanos, y así defendernos frente al inexorable reverso de toda existencia: la fugacidad y el olvido.
Así concluye este relato breve.
Las páginas de los libros han ido guardando a lo largo de siglos la suma de saberes, de maldades, de avances, que otros fueron engendrando.
Esta obra supone un tributo al libro como el objeto que miras, tocas, hueles, acaricias; y también al libro como el contenedor de un universo virtual, una compilación de experiencias de otras mujeres y hombres.
Representa también un manifiesto antibelicista y un manifiesto contra la irracionalidad y la necedad. Cuando se escribió el recuerdo de la Primera Guerra Mundial chorreaba frescura.
Muestra la queja y el dolor por un mundo y una cultura que se deshacían. Stefan Zweig había vivido cobijado en esos universos que se desmoronaban ante sus ojos.
El narrado se encuentra al comienzo del texto en una zona de las afueras de Viena. Un fuerte chaparrón lo empuja a refugiarse en un café. Lo reconoce, él ya ha estado ahí. No le resulta fácil recordar, pero hurga con empeño en su memoria y lo consigue.
A veces queremos recordar algo pero se nos esconde, golpea en nuestras sienes, se diluye, se escapa; apretamos los dientes, está ahí, lo sentimos, pero se resiste a mostrarse. Stefan Zweig le da cuerpo a esta sensación.
“Pero, ¡nada! Otra vez, ¡nada! Estaba enterrado y olvidado. (…) Pero, es curioso, apenas había dado los primeros pasos por el local, cuando en mi interior se produjo, reverberando y centelleante, un primer resplandor fosforescente. (…) Dios mío, si aquel era el sitio de Mendel, de Jakob Mendel, Mendel el de los libros. Veinte años después había ido a parar de nuevo a su cuartel general, el café Gluck, en la parte alta de la Alserstraße.”
Emerge el personaje, se hace enorme ante nuestros ojos: Jakob Mendel, un librero de viejo que desarrollaba su actividad en aquel local, cliente desde la apertura al cierre, siempre en la misma mesa con tablero de mármol. Podía conseguir cualquier ejemplar que se le reclamara, disfrutaba de una memoria excelente, era como si contuviera de un catálogo infinito en su mente. En el café Gluck se deleitaba tocando una rareza bibliográfica, se abstraía con la lectura, se ensimismaba entre las páginas. A su alrededor los jugadores de billar, los clientes, camareros iban y venían…, él no escuchaba nada. En una ocasión los operarios cambiaron las velas por luz eléctrica, él ni se enteró. “Pues leía como otros rezan.”
Mientras leía este texto yo me preguntaba si hacía bien Mendel en sumirse en ese aislamiento enfermizo. Yo me quedo con el lector que se conecta con la realidad. Pero, claro Stefan Zweig lo ha concebido así porque lo necesita en su discurso literario. Mendel es verosímil, pero no crea una corriente de empatía, más bien es alguien que pone obstáculos entre él y los otros. Aunque cumple la función que su creador le ha dado.
Se dibuja un homenaje a los libros y a la lectura, que te aísla, que te ayuda a volverte hacia dentro, a conocerte y, muy importante, a la lectura que te ayuda a conocer a otras personas y otros mundos, que te coloca en el camino de la tolerancia, del respeto al otro.
De todas las pasiones de los humanos, Mendel solo conocía una: la vanidad. Sabía que era identificado por muchos como un sabio experto en materia bibliográfica.
Pagará un precio alto.
Era un judío que 33 años antes había venido desde el Este hacia Viena “para estudiar para rabino, pero pronto había abandonado al riguroso Dios único, Jeovah, para entregarse al politeísmo brillante y multiforme de los libros”.
Allí había pasado 30 años, pero ahora ya no estaba. ¿Qué había sido de él? La compasión, la tristeza, la mediocridad se instalan en el libro.