Campesinos y señores -2024- Theodor Kallifatides
Campesinos y señores escupe con rabia unos pocos años de la historia griega, entre 1941 y 1949, desde la ocupación del ejército alemán hasta la guerra civil que sucedió a su retirada.
Theodor Kallifatides transmuta en palabras los bagajes vitales y los vapuleos de la guerra en la gente de Yalós, un pueblo imaginario: son las imágenes que refleja un espejo cóncavo dirigido hacia la pequeña población del sur del Peloponeso.
Kallifatides se vio obligado a abandonar Grecia, porque allí no había sitio para él por motivos políticos, y se instaló en Suecia, que lo acogió amistosamente, como a todo emigrante de mérito.
Él salió del país, pero su tierra y su lengua no se alejaron de él: su corazón habla griego, confesaba en una entrevista.
El prólogo invita a pensar que tenía el libro grabado en la sangre desde hacía tiempo, cuando en 1973 sintió llegado el momento de pasarlo al papel. Lo hizo en sueco, es probable que para distanciarse de unos contenidos que le rompían, que le quemaban, por dentro.
Quizás hubiera sido mejor opción esperar algún tiempo más antes de escribir, para evitar que su rabia, que se filtra perseverante, emborronara el relato con una subjetividad excesiva en esa crítica a los desmanes de los dirigentes políticos, que contorsionan las vidas de los yalitas.
Para juzgar y para sentenciar es más efectiva esa otra mirada que luce en la novela y que apunta a lo hiperbólico, a lo cáustico; a lo real maravilloso, al realismo mágico, que recuerda -creo que no es exageración- a obras entroncadas con Cien años de soledad.
“22 de junio de 1941. El rumor de que los alemanes iban a venir había reunido a todos los habitantes a la entrada del pueblo. Los niños y los hombres más jóvenes se habían subido al Castaño del Ahorcado para vigilar. Informaban constantemente de lo que observaban. Con cada nube de polvo que se levantaba a lo lejos gritaban: «Ya vienen, ya vienen».”
Los alemanes han invadido el pequeño pueblo de Yalos, y sus habitantes los aclaman. Con estas líneas mordaces se abre el libro; vítores para los que vienen a machacarte.
Continúa diciendo que los más mayores recordaban que los griegos ya habían pronunciado estas mismas palabras unos 15 años antes, “ya viene, ya viene”. Entonces el esperado era el rey griego, que no se quedó mucho tiempo.
“Uno se pregunta qué generación de griegos será la próxima que grite esas palabras.”
Kallifatides no sabe -o no quiere- tomar distancia de los hechos históricos que se descuelgan en el libro, y se cuela en la novela como ese descreído que despliega su escepticismo. Palpita un cierto reproche a cualquiera que albergue alguna ilusión de cambio.
A lo largo de las tres partes en que se divide la novela, una serie de estampas se van cruzando ante los ojos del lector. Un goteo interminable de personajes que podríamos encontrar en tantos pueblos y ciudades. Los destellos de historia griega y, sobre todo, de la influencia poderosa que tienen las determinaciones del poder -caprichosas tantas veces- sobre la vida de la gente. Pero se adentra también, y a saco, en el alma humana, la misma ayer, hoy y siempre.
Sin concesión alguna ataca las mezquindades de ciertos caracteres, la ambición y el desprecio del otro; las crueldades, muchas de apariencia inocente, pero maldades a fin de cuentas; unas vidas guiadas por las apariencias o el engaño. Retrata las bondades de otros, aunque la bondad se ve pronto triturada por el poderoso. Kallifatides juega a favor de los ignorados.
El terror de la guerra se cuela a través de las ingeniosas narraciones, donde la crítica, junto a un cierto humor y el sarcasmo, se aúnan como las raíces que se entrecruzan y alimentan al mismo árbol. Ese macabro Castaño del ahorcado no se quedará en esas dos palabras premonitorias, se desplegará luego en un enjundioso relato. Será la muestra del deslumbrante patrón narrativo que parece seguir el autor: parte de un nombre o de un dato y es como si tirara de la cuerda en el pozo, va sacando cubo tras cubo, cargados, solo aparentemente, de fantasía; en realidad traen mucha verdad y mucha vida, que se despliega ancha, con extensas capas que acumulan realidad.
Para entretener la espera que se describe en las líneas iniciales: “A Lolos el loco, el tonto del pueblo, se le ocurrió la idea de ir corriendo a comprar bebidas frías que le llevaba a la muchedumbre expectante.” Él marcaba los precios, los que no los aceptaran ya sabían dónde podía conseguirlas. En medio del horror de la invasión, el guiño.
El alcalde, entre cretino y abusador, iba a albergar en su propia casa a los oficiales alemanes, que lo ninguneaban sin disimulo, algo que a él no le importaba demasiado; los admiraba porque se comportaban como verdaderos señores, dueños del poder, como él pretendía hacer con los yalitas “[…] el alcalde sabía que en este mundo la cosa va de patear al de abajo muy fuerte y de lamer al de arriba muy bien.” Este tipo de reflexiones no dejan indiferente al que lee.
Yalós se parece al pueblo natal del autor, como también guarda la esencia de tantas pequeñas localidades que conocemos. A la vez es un microcosmos destello del macrocosmos que nos enfunda a todos. Todos somos yalitas. Es imposible no pensar en las bromas del pueblo de Gila o la localidad manchega de Amanece que no es poco, incluso en Bienvenido Mister Marshall. Aquí todo bañado por el pavor hacia el que gobierna pisoteando.
Nada de lo que aparece es ficción. Las situaciones, por más inauditas que se muestren, si no las vivió en propia piel, las vivió porque se las contaron sus allegados. El miedo es real, cualquiera podía representar una amenaza en una situación como aquella, tanto el invasor, como la resistencia. La violencia que aparece en el relato es copia de lo vivido. No obstante es una novela porque revela una imagen, la que él generó en su interior de la experiencia propia. Solo la desmesura sirve a veces para resumir lo que nos rodea. Como la de esa abuela, que recuerda a Ana no. Para evitar que su nieto perdiera la fe, arrastró sus zapatillas por toda Grecia, hasta dar con su yerno encarcelado, el padre del niño. Una de las muchas mujeres extraordinarias que exhibe el libro, que son una copia de las mujeres que en tantos momentos tuvieron que hacerse cargo del país.
Muchos salieron de Yalos, las causas para alejarse de allí eran múltiples. Algunos emigrantes rara vez se hacían ricos. Esos eran los que "en realidad estudiaban, acababan siendo profesores o ingenieros, se casaban con muchachas del nuevo país, hablaban poco de su patria pero al mismo tiempo eran los únicos en cuyo hogar podían encontrarse libros griegos. Llevaban la nostalgia en la médula, puesto que no era nostalgia, era una herida que se quemaba a la vez a sí misma y a quien la sufría.
A estas personas las dominaba uno de los sueños más dementes que se pueden tener: vengarse de un país entero.”
¿No era el autor uno de ellos?