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Ethan Frome, novela, Edith Wharton, opinión

Ethan Frome (1911) - Edith Wharton

“Llegué a saber lo ocurrido en varias etapas, de la boca de diferentes personas y, como suele pasar en estos casos, con sucesivos cambios en el relato cada vez que me lo contaban”. Un comienzo sabroso, que crea expectación.

La autora copia la vida en su relato, esa es la manera que tenemos de atrapar los eventos que nos rodean en nuestro vivir; nunca los capturamos enteros; siempre recibimos fragmentos, briznas, que nosotros reconstruimos, remodelamos, con nuestra rúbrica.

Para llegar hasta "lo ocurrido", el narrador amalgama diferentes relatos que proceden de distintos testigos. No todos cuentan con el mismo grado de conocimiento, alguno posee una noción muy cercana a los hechos y se resiste a desvelarlos, por lo delicado de la situación.

Se aviva en nosotros el deseo de saber qué sucedió.  

Quien sufrió ese accidente fue Ethan Frome: ¡Se diría que ahora mismo ya está muerto y en el infierno!” Arrastra la vida por Starkfield, un pueblo inventado que se ubica en Massachusetts. El significado de la palabra en inglés es significativo “campo inhóspito, frío, riguroso”. Allí el invierno dura seis meses, unas temperaturas que estancan el ritmo de la vida, que lo convierten todo en hielo durante demasiado tiempo.

A veces fijamos la atención sobre las mujeres a las que el entorno familiar, y la sociedad, les dirigió -les dirige- la vida matando sus anhelos. Pero ¿y esos hombres que se vieron –se ven- obligados a dejar sus sueños aplastados por las circunstancias que les tocó vivir? ¿Es flaqueza, como muchas veces parecen decirnos las costumbres? Sería simplista una respuesta afirmativa, en ocasiones no es sencillo romper con la ola que te arrastra.

Ethan Frome es como el albatros, unas alas de gigante le traban el caminar.

En su caso el deber de hacerse cargo de su familia, a la muerte de su padre, lo arrastró de vuelta hasta Starkfield desde Florida, y en la ciudad de Massachusets el hielo congeló su impulso.

Debería haber luchado, pero ¿cómo reprochárselo? Fueron las circunstancias, una manta de nieve lo aprisionó.

Los muertos familiares parecían burlarse desde sus tumbas ante sus deseos de marcharse. “Nosotros jamás nos fuimos, ¿por qué tendrías que marcharte tú?”

El lector, sin embargo, quiere gritarle a Ethan que no se rinda, que busque su camino, que acalle a todos esos difuntos.

El narrador, poco sabemos de él, ha sido enviado por sus jefes hasta aquí para trabajar en una central eléctrica próxima. Coincide cada día con Frome en el edificio de correos, recoge el periódico y algún paquete para su esposa. Siempre se distinguía en la etiqueta que procedía de algún fabricante de específicos farmacéuticos.

“Había en su rostro un algo desolado e inabordable, y además se movía con tanta rigidez y tenía el pelo tan canoso que lo tomé por un anciano y me sorprendió averiguar que no pasaba de los cincuenta y dos años. […] –Tiene ese aspecto desde que se estrelló; y de eso hará veinticuatro años en febrero […]”.

Todavía hoy  acarrea secuelas en su cuerpo, y en su alma.

La novelista analiza las emociones de este hombre, consigue atrapar su esencia; nos la sirve con palabras matizadas, con imágenes muy acertadas.

Todo el que tenía dos dedos de frente abandonaba Starkfield, ¿por qué no se va Frome? Edith Warthon sabe bien mantener la tensión narrativa. Nuestra curiosidad no hace más que crecer.

La casualidad quiere que el habitual transporte hacia la estación de trenes que disfruta el narrador le fallara, y es Ethan Frome el que le ayudará. Aunque no hablen mucho el viaje en trineo se presta a alguna confidencia. Una tormenta de nieve obliga al empleado de la eléctrica a pasar la noche en casa de Frome. Cuando llegan hasta allí se abre un paréntesis en la narración, y nos adentramos en todo lo que sucedió, en desvelar las particularidades de la familia y de sus relaciones.

Esa noche descubrió al verdadero Frome: tenía un alma cubierta de escarcha, con mucho fuego dentro.

Esa noche descubrió a dos mujeres de aquella familia, dos opuestos: Zeena, una respiración asmática; Mattie, un puro resplandor. Aunque quizás Mattie jugaba su papel, no tenía donde ir.

La escritora juega con nosotros y nos muestra falsos caminos para ocultarnos el verdadero final.

La historia va creciendo como un fuego, como una bola de nieve, como ambos.

Tras cerrarse el paréntesis, el final del libro, absolutamente sorprendente, se nos cae encima como una losa.

 

 

 

 

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