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Este policía sabe que defender la ley y el orden es solo cosa de películas.

Giley -2010- Julián Ibáñez

Julián Ibáñez se desvincula aquí de la novela policiaca más complaciente, esa en la que el policía restablece la ley y el orden, esa en la que las conciencias de los lectores encuentran sosiego.

“La atizo. Irrumpe en sollozos.                                                                        

La atizo de nuevo, con las dos manos. No hace nada para defenderse. Continúa sollozando. […]                                                                              

He ido a perder el control en el peor momento.”

Este es Cobos, el policía protagonista de Giley.

Actualmente está adscrito a la comisaría de Puertollano, ahí llegó desde Madrid dos años atrás. ¿No tendrá algo que ver su cambio a peor en el destino con su falta de dominio sobre sí?

Este autor parece servirse de la novela negra para denunciar hechos delictivos que se sitúan en el filo de la legalidad. Julián Ibáñez retrata con un tono duro, seco y estropajoso los clubes, que cantan su presencia con visibles neones en muchas de nuestras carreteras. En ellos demasiadas mujeres, que han entrado seguramente de manera ilegal en España, se ven obligadas a vender sus cuerpos como esclavas del siglo XXI.

Así comienza la novela: “Corto tres palmos de papel higiénico, hago una pelota y la empapo. Me inclino y, entre los manchones veteranos del espejo, compruebo que el corte queda a la vista, la oreja no lo oculta del todo; es sólo de unos dos centímetros, pero parece profundo, aunque no puede ser demasiado profundo porque ahí, debajo de la piel, sólo hay hueso. Si me peino hacia la oreja lo ocultaré del todo.”

Lo ha golpeado una mujer, desconocida para él, morena, de unos veinticinco años, con vestido rosa calabaza. Lo hizo quizás con una barra de hierro, cuando él entró en su oficina.

Su oficina es un eufemismo para referirse al garito que regenta Cobos desde hace unos meses, donde se juegan grandes cantidades de dinero a las cartas. El giley es uno de los juegos. En la novela sus reglas servirán de metáfora para revelar los pasos que el policía va dando en sus pesquisas.

Un pestillo estropeado y el azar quisieron que Cobos se encontrara inmerso en un asunto que le era ajeno. Va comprendiendo - y nos va participando desde su potente primera persona- el barrizal que le rodea. Descubriremos quién era esa mujer y todos los hilos que la movían, que la anudaban.

En el libro son frecuentes los policías en activo que realizan tareas en el mundo del delito, trastocando su condición de agente del orden, moviéndose en mundos paralelos que se oponen.

El personaje de Cobos es violento, cínico, solitario, correoso, sagaz. Hielo y piedra.

Nunca lleva la pistola encima “porque pesa demasiado y no sirve para nada, la guardo en un cajón de la comisaría y hace meses que no lo abro.  Vive en un hostal, a pesar de que lleva dos años en el nuevo destino, parece que le gusta sentirse de paso, ¿le atosigan las raíces? Nada le importa, el dinero menos. No sé si he ganado o perdido, calculo que me quedan unos mil quinientos, no sé con cuánto me metí, tenía la mente en otra cosa, así que no puedo saber cómo me ha ido. Tampoco me importa demasiado. Se queda colgado de una mujer que ve en la calle, aprovechando su borrachera se la lleva a su hostal: No sé si ella se ha corrido. Tampoco me importa, no soy de esos tipos que lo escriben todo en un diario.

A lo largo del relato tiene la mente demasiadas veces “en otra cosa”. Todo él es un gran interrogante. No estoy interesado en amueblar el pasado.

Su trabajo tiene un significado menor para él, no cree que sirva de mucho. La comisaría está compuesta por ocho “maderos”, nos dice, más el subcomisario. Asegura que no conoce bien a ninguno de ellos, aunque es fijo con otros tres. “Yo llevo, en teoría Lesiones y Menores.”

Con su visión negativa de las cosas, asegura que el noventa por ciento de las denuncias son padres acongojados, o que se lo fingen, su hijo o su hija hace dos días que no duerme en casa. Él se limita a cumplimentar un papeleo de rutina. El noventa por ciento de los casos se resuelven solos, o no se resuelven jamás. En realidad hay poco que ellos puedan hacer, asegura. Las chicas resultan más difíciles de localizar, “tienen algo que vender”.

El policía se dirige a la casa de una desaparecida, el padre ya ha denunciado varias veces la fuga de su hija. Otra vez más ha vuelto, pero no puede dejar de señalarlo a la policía porque su ex mujer –el nombre que le da es feo- se lo haría pagar caro. Cobos le deja caer si “se la tiraba”.

La indiferencia y la apatía acorazan a los personajes, nadie cuenta nada, nadie pide cuentas de nada.

El relato de Julián Ibáñez es de palo. Los personajes, sus conductas, las palabras se alimentan de aspereza.

Cobos nos presta sus ojos, resbala una mirada callada a su alrededor. A veces siento que una persecución de coches o una lucha a muerte entre dos hombres se convierten en el texto en una especie de danza.

“Piso un poco hasta colocarme a la altura del Mercedes. Pero acelera. Acelero yo también recuperando el centro de la calzada. Ahora me toca a mí ir detrás de él. […] Continuamos por Almagro, a ochenta, por el carril de la izquierda. En la rotonda, el Mercedes toma una de las avenidas nuevas rotulada Camino Bajo.”

 "Ahora le oigo, oigo sus pasos a mi derecha, a unos cinco metros, lentos. Adelanta un pie y espera unos quince segundos para avanzar el otro. Se mueve hacia aquí, desde su posición debe de distinguir el recuadro de la ventana. Conozco el resultado de saber esperar. Mota es impulsivo, no tiene paciencia, no sirve como jugador. Se acerca. Tiene delante el recuadro de la ventana y prefiere tenerlo de espaldas. Ignora la llave de la luz junto a la puerta."

La acción transcurre en muy pocos días. Los hechos van cayendo sin adorno; lentos, como si el calor de la época en que se desarrollan les afectara.

A veces es como si viera a Cobos interpretando un papel en una pieza teatral. A veces es también como si él fuera un espectador más de una obra.

“Doy cuenta de un filete y una ensalada, con una cerveza. Cuando termino, salgo a por el Mondeo.

  Hay mucha gente por la calle aunque el viento se ha tendido y el calor ha regresado. Las terrazas están repletas. Se ven niños por todas partes, zurrándose.”

Una escritura descarnada.

 

 

 

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