Los asquerosos (2018) — Santiago Lorenzo
Los asquerosos somos nosotros.
Casi sin darnos cuenta, hemos contratado una hipoteca vital que estorba nuestra existencia. Pagamos muy caro lo que creemos nuestro bienestar. Manuel, el protagonista del libro, se ha liberado de ese peso, y ha sido el azar el que se lo ha permitido.
“Nació en Madrid en 1991. Su padre era uno que le daba igual a todo el mundo”. Así empieza el libro. Con 24 años, tras un incidente fortuito con un policía, tiene que huir de Madrid. Con la ayuda de su tío político, se refugia en Zarzahuriel, un pueblo abandonado.
Allí va a iniciar una nueva vida, en la más absoluta soledad. En un principio.
A pesar de que Santiago Lorenzo en el propio texto lo desvincula de los solitarios más clásicos, yo no he podido evitar pensar en Robinson Crusoe, construyendo, metódico, su refugio en la isla con los restos del naufragio. De la misma manera la nueva morada de Manuel se va creando con los desechos de los que se fueron; tras el hundimiento de una forma de vida.
Aunque es verdad que hay algo sustancial que distingue a ambos personajes: el de Daniel Defoe anhela el rescate; el de Santiago Lorenzo realiza una voluntaria huida hacia la soledad. Una soledad profunda e intensa; con elementos que la hacen bella. Resulta paradójico que durante su vida anterior Manuel se esforzara tanto por tener compañía, sin conseguirlo; mientras ahora se ve realizado en su aislamiento.
Manuel vive solo, y eso no es fácil. Nos han obligado a creer que debemos estar con alguien para ser feliz.
No le resultaba difícil llenar el tiempo en aquel aislamiento semivoluntario. Uno de sus entretenimientos era matar moscas con una goma elástica. O mirar la chimenea: “El fuego es el futbolín del solitario”, así lo explicaba a su tío con quien hablaba una vez al día por teléfono. Este es también el que le solucionaba los problemas de intendencia. El ingenio y la inventiva de Santiago Lorenzo lucen en cada pasaje, se adivina un trabajo concienzudo, y sistemático, diría yo. Me imagino que también ha debido ser una tarea placentera, al resolver hasta los detalles más nimios. Seguro que se ha peleado también con las palabras, pero no lo parece.
Aunque el personaje vive en estrecho lazo con la naturaleza, no es un militante. No conoce los nombres de las singularidades de su entorno natural. Él no quiere estudiar, no quiere hacer proselitismo, quiere vivir.
Hay un viraje en la trama: llegan vecinos. La vida de Manuel se trastoca. Los recién llegados son la mochufa. Vienen a disfrutar al campo pero se traen la ciudad metida en los bolsillos. Son descritos con mucha rabia. Son reconocibles para cualquier lector: tienen algo de cada uno de nosotros.
Manuel intenta sacar el máximo provecho a todo lo que tiene a su alrededor. ¡Qué lejos del derroche que nos identifica hoy a tantos de nosotros! Descubre después de dos meses sin lavarse la cabeza que el champú es “un compuesto premeditadamente adictivo para forzar su fidelización”.¡Se puede (se debe) prescindir de tantas cosas!
Manuel intentaba con una y otra metáfora explicar a su tío cómo se sentía, era difícil, pero consigue transmitirle la idea: ESTABA COMO DIOS.