La última niebla. La amortajada, María Luisa Bombal
Un ambiente adinerado que vale poco, unas mujeres con destinos manejados por padres y maridos. María Luisa Bombal indaga en lo que sienten, transitando por espacios intangibles, por caminos oníricos que las unen a la naturaleza .
Los relatos que contiene este libro -primer tercio del siglo XX- confrontan con claridad dos mundos, uno femenino y otro masculino.
Esto grita la amortajada: “¿Por qué, por qué la naturaleza de la mujer ha de ser tal que tenga que ser siempre un hombre el eje de su vida?
Los hombres, ellos, logran poner su pasión en otras cosas.”
Los hombres “Siempre en movimiento, siempre dispuestos a interesarse por todo. Cuando se acuestan dejan dicho que los despierten al rayar el alba […] listos para huir al otro extremo del cuarto, listos para huir siempre hacia cosas fútiles. Y tosen, fuman, hablan fuerte, temerosos del silencio como de un enemigo que al menor descuido pudiera echarse sobre ellos […]. Las islas nuevas.
En el final de este relato: “Pero Juan Manuel no se siente capaz de remontar los intrincados corredores de la naturaleza hasta aquel origen.”
Aunque María Luisa Bombal sí los recorre. En ese cuento ella deshace los límites del tiempo, licúa las barreras del sueño con la realidad, de la vida con la muerte y conecta una naturaleza, a veces desmesurada, con lo humano.
Este volumen contiene dos novelas cortas -La última niebla y La amortajada- junto a varios relatos breves. Toda la obra narrativa en español de la chilena María Luisa Bombal.
En La última niebla, una bruma desdibuja los contornos más allá de la casa. “-Me ahogo. Necesito caminar. ¿Me dejas salir?”. Una boda repentina sin amor tras la muerte de la querida esposa, la prima sirve como sustituta. A ella el tedio de lo cotidiano la aplasta. Entra en una dimensión donde la niebla desaparece, allí encuentra a su amante. No es real como el de Regina. ¿Qué hace cuando se da cuenta?
El árbol conecta con ella y le inyecta la fuerza suficiente para alejarse del marido de conveniencia. “¡Mozart! Ahora le brinda una escalera de mármol azul por donde ella baja entre una doble una doble fila de lirios de hielo.” Ella ignoraba si era Mozart o Scarlatti el que sonaba. A diferencia de sus hermanas, sus conocimientos musicales eran poco depurados. Ella sentía la música como alguien abierta al soplo fresco de lo que está vivo.
Trenzas, ahora menos en boga, enlazan a las mujeres con el corazón mismo de la tierra.
Lo secreto se nutre de la historia de un barco pirata que fue arrastrado como por un remolino hacia lo más profundo del mar. “Veo hipocampos. Es decir, diminutos corceles de mar, cuyas crines de algas se esparcen en lenta aureola alrededor de ellos cuando galopan silenciosos.” Imágenes del otro lado de lo real. Una mirada inocente (la de un niño que viaja entre los piratas) destaca, explica lo indescifrable, su misterio.
“Y luego que hubo anochecido, se le entreabrieron los ojos. Oh, un poco, muy poco. [...]
A la llama de los altos cirios, cuantos la velaban se inclinaron, entonces, para observar la limpieza y la transparencia de aquella franja de pupila que la muerte no había logrado empañar.”
Así empieza LA AMORTAJADA.
Una vida de mujer resbala ante estos ojos. María Luisa Bombal escoge las tres personas narrativas, pero hay armonía dentro de la heterogeneidad. El discurso fluye suave.
El espeso cabello extendido sobre la almohada mortuoria le presta a Ana María “un ceño de misterio, un perturbador encanto”. Se convierte en llave aguda para abrir rincones escondidos de los sentimientos.
La rodean la hija y los dos hijos, además de Zoila, la mujer que la crio, la que despegaba sus dedos de niña de las faldas de su madre cuando esta se ausentaba.
El sosiego la invade, un sosiego que no siempre gozó en vida. Escucha la lluvia mojar los árboles. María Luisa Bombal le concede a la muerte una dimensión de descanso.
Solo Ana María es capaz de sentir los lejanos cascos de un caballo. Lo monta su amor primero. Unos trazos firmes definen aquel robusto sentimiento, que empezó con el rechazo de la niña que repelía las burlas del vecino, casi hermano mayor.
“Cierta mañana, al abrir las celosías de mi cuarto reparé que un millar de minúsculos brotes, no más grandes que una cabeza de alfiler, apuntaban a la extremidad de todas las cenicientas ramas del jardín.” El amor floreciendo.
Cuando lo ve frente a ella reconoce un eco de pasión. La muerte es la única que “enseña ciertas cosas”.
Vienen después su padre, su hermana Alicia. Una mujer que reza con afán a un dios que permite la brutalidad de su marido, un dios que Ana María rechaza y rechazó siempre. Se ha hallado siempre más cerca de la superstición atávica.
Su hijo Alberto, ella se refiere a él como todos, el marido de María Griselda. La conoceremos en el último relato del libro. Era una belleza atada a la maldición.
Desde el lecho fúnebre repite la letanía “El día quema horas, minutos, segundos”. Anhela el descanso eterno, pero tiene todavía que deshacer un último nudo que le ata el corazón.
Ante ella pasa lloroso Fernando, tan enamorado. Cuánto despreció le despertó siempre ese hombre, sólo porque un día ella le desveló su secreto sentimiento.
Se acerca ahora el más esperado, el marido. Ella empieza entonces a remover cenizas, retrocediendo entremedio hasta un tiempo muy lejano, hasta una ciudad inmensa callada y triste, hasta una casa donde llegó cierta noche.
Recompone un camino que hizo viva, el de un amor que se pudrió y se convirtió en odio.
Siente el balanceo del ataúd, camino de la tierra honda, que la recibirá y la reenviará hasta la superficie fundida en naturaleza. Y recuerda a otras mujeres que no descansan en un cementerio tan tranquilo como ese.
Ana María, como todas estas mujeres, es víctima de unos usos que todavía hoy resuenan.