Sostiene Pereira (1994) - Antonio Tabucchi
Sostiene Pereira que le conoció un día de verano. Una magnífica jornada veraniega, soleada y aireada, y Lisboa resplandecía. En estas dos líneas del comienzo se plasma mi percepción de la novela. Al principio del texto aparecen una serie de hechos algo ambiguos, hasta incoherentes algunos, incómodos, cansinos; pero los eventos del final de la novela los aclaran, los engrandecen, los dignifican.
Detrás de este “sostiene Pereira”, repetido tantas veces a lo largo del relato, se encuentra un narrador que al principio me parecía más un fiscal, que daba cuenta de unos hechos ante un tribunal. Quizás Tabucchi quiso fundir las dos figuras en una sola, porque en esta novela se encierra un juicio: el que se hace a cada una de nuestras conciencias. Sobre cada lector sobrevuela una pregunta: ¿Qué habría hecho yo? La expresión “sostiene Pereira” va hilvanando las distintas vivencias de un cambio en su protagonista.
“Le conoció un día de verano”. Cuando Pereira conoció a Monteiro Rossi no era un verano cualquiera, era 1938, la dictadura salazarista campaba en Portugal. Unos sencillos, y ásperos, brochazos nos ubican en la dureza y la intransigencia del régimen totalitario. Por las calles corrió la noticia del asesinato de un carretero alentejano, esto fue el germen de diversas revueltas entre los portugueses. Había que conocer la verdad en las calles, en los periódicos no aparecía, la tinta de la prensa se vertía en eventos mucho más frívolos.
Pereira, un hombre ensimismado y gris duerme en su rincón. Su amigo el párroco don António le reprocha que no esté al día de lo que se vive a su alrededor. Yo también le hubiera cogido por las solapas y le habría sacudido para que despertara y viera esa Lisboa que rezumaba control policial, violencia e intolerancia. Pero Pereira al final me ha enseñado que se puede agarrar la vida y zarandearla.
“Una magnífica jornada veraniega, soleada y aireada, y Lisboa resplandecía.” No había ninguna luz en la Lisboa del Pereira que conocemos al principio, su vida de tedio se reflejaba en una ciudad que lucía mate; su dificultad al caminar transmitía fatiga a los adoquines lisboetas. Esa luminosidad a la que se refiere el comienzo no la sentiremos como tal hasta finalizar el relato, el desenlace proyecta claridad sobre cada una de las páginas que preceden. Algunos puntos que quedaron más borrosos, más opacos, más negros adquieren una nueva dimensión cuando los miramos desde la conclusión.
Me pesaba la espera, quería dejar de leer, Pereira me irritaba. Creía que se dejaba engañar, pero era yo la que quizás lo miraba con ojos mezquinos, con ojos pobres. No siempre la verdad está en la superficie, hay que escarbar para encontrarla. Luego llegó la oportunidad de salvarse ante los ojos lectores. En realidad, no sucedió todo de pronto, el texto nos ha mostrado señales en diferentes momentos. La decisión final se ha ido fraguando ante nosotros.
El comentario último de Tabucchi desvela, alumbra, pero no explica, porque no hay respuesta. También eso ha estado ahí todo el tiempo, dibujándose en muchas páginas, en las que Pereira asegura que no sabe por qué hace lo que hace.
¿Por qué dijo eso Pereira? ¿Porque estaba solo y aquella habitación le angustiaba, porque de verdad tenía hambre, porque pensó en el retrato de su esposa, o por alguna otra razón? Eso no sabría decirlo, sostiene Pereira.