Una temporada para silbar -2006- Ivan Doig
Lo que Paul Milliron vivió en Marias Coulee durante aquellos meses, que lo deslizaron entre 1909 y 1910, a los 13 años, se le hincó para siempre en la carne y todavía, cincuenta años después, lo sentía brioso en su ser, alumbrando su ánimo.
Después de tanto tiempo había vuelto a Montana, el territorio donde avanzó su infancia, donde le creció la piel que lo abrigaba como adulto. Había vuelto con una difícil tarea, como Superintendente de Instrucción Pública, debía dar una respuesta sobre la falta de viabilidad de las escuelas unitarias en el país que sentía sobrevolar sobre sus cabezas el Sputnik.
“[…] me corresponde sellar el destino de todo un modelo de escuelas. Debo cerrar para siempre todas esas pequeñas arcas del saber, como la que me vio crecer en las praderas.”
Visitando de nuevo aquellos lugares, sintió renacer sus recuerdos, como cuando ves brotar hojitas verdes entre los surcos arados: “El pasado parece deshabitado pero nunca está vacío.”
Esta novela está construida con los recuerdos que han cimentado una vida. Al leerla resulta inevitable que también nuestros primeros pasos afloren. Huellas dulces, vacilantes, acertadas, inocentes, duras, enriquecidas.
“La vieja casa ahora está vacía pero nada se ha ido. Si algo he aprendido de una vida como superintendente escolar, es que la infancia perdura hasta siempre en el alma.”
Han transcurrido décadas desde que el mayor de los Milliron con sus dos hermanos pequeños, Damon y Toby, y su padre desgastaban aquel “mantel de hule con cuadros blancos y molinos de viento azules”, que cubría la mesa de la cocina. La familia, menos el menor de los niños, había llegado a Montana como colonos, buscando nuevos itinerarios vitales.
Pero la madre ya no estaba desde hacía un año y la casa no conseguía recuperar la armonía con la que ella la acicalaba.
Con el prometedor: “Esa noche” Ivan Doig abre la narración de aquellos pocos meses que los mordieron a todos. Oliver Milliron “recorría con el dedo la columna de anuncios clasificados” de un periódico, casi siempre inútiles, aunque en aquella ocasión uno iba a resultar sustancial porque iba a transformar una vida; muchas vidas, en realidad.
“NO COCINA, PERO NO MUERDE”
Con estas cinco palabras se abría el reclamo de una viuda que se ofrecía como ama de llaves. La cocina era muy importante para ellos, desde la muerte de la madre, solo comían bien cuando los invitaban; pero el desorden que había alcanzado la casa y la esperanza de que la supuesta aversión de aquella viuda a las cazuelas no fuera tan categórica -como sí lo fue- llevó al señor Milliron a responder a la solicitud.
Ivan Doig ha elegido un tono que rezuma humor, sencillez, calor humano; escribe con una sintaxis demorada; le ha dejado la voz narrativa al mayor de los chicos Milliron, que nos convence con la cercanía de la primera persona; usa imágenes que le dan preciosismo a sus páginas.
Los datos sobre los personajes van cayendo despacio “[…] no éramos solo un refrito de nuestros mayores.” Nosotros también vamos recordando nuestro ayer, vamos sintiendo qué fue lo que nos hizo como somos.
Aquella comunidad, su gente, sus vidas se muestran a través de los ojos de unos niños. Lo que se cuenta está ceñido a pequeños detalles sobre las familias, algunos tipos peculiares, el trabajo duro de los agricultores de secano, y sobre todo la escuela. Nos movemos lejos de la exhaustividad en los datos, todo es una jugosa parcialidad que se llena, que llenamos, con vida: “Nuestros vecinos no eran mala gente, hasta donde yo podía discernir a esa edad, pero nunca faltaba alguien dispuesto a ensartar una mariposa con un alfiler.”
“—Ya me he enterado de que no sacas la nariz de los libros, pero eso no es lo único que tienes que aprender. Ya verás cuando te toque salir al mundo, Paul Milliron.” Así comentaba la tía Eunice, reprendiendo –era su forma de hablar-. Jamás comprendieron los jóvenes por qué debía llamar “tía” a la madre del marido de la prima de mamá. Tampoco comprendieron el sentido de aquella sentencia.
Llegó la carta con la respuesta afirmativa: “Papá tardó tanto en hablar que parecía que estaba contando las motas de polvo.”
“[…] Rose bajó del tren para educarnos a los cuatro de tantas maneras.”
Rose no venía sola, su hermano Morris la acompañaba, habían tenido que dejar su elegante "Stetson", de color marrón canguro, como prenda ante el revisor porque no tenían dinero para pagar su billete.
El azar va a querer que Morrie, como lo llamarían, se convirtiera en el nuevo maestro, el señor Morgan. La misma persona y tres nombres. ¿Quién era de verdad?
Es un docente que controla, seduce, improvisa…La escuela unitaria adquiría porosidad cuando lo que se explicaba para un curso no pasaba inadvertido a los demás. “[…] decidía las lecciones apenas unos segundos antes de impartirlas a diestra y siniestra, a lo largo del agotador sistema que reunía a los ocho cursos en una sola clase.” “Con los mismos juegos malabares que en su primer día como maestro, nos abrió las puertas al nuevo año de 1910”.
Paul Milliron recurre a la memoria y a sus sueños, donde la vida se filtraba, para reconstruir todo aquello.
En Una temporada para silbar silban los cisnes que emigran, silba bajito Rose cuando realiza sus tareas, Toby querrá aprender a silbar como ella. Silbaremos nosotros cuando sepamos toda la verdad sobre los dos hermanos. Muchos de los detalles que se han dejado caer como chinitas a lo largo de las páginas, se alzarán al final con forma de anticipación.
Nunca perdáis de vista que estamos a merced de las palabras. Son ellas las que deciden cómo se escriben y qué significan- dirá el maestro. Qué verdad será al final, cuando lo que Paul vivió de niño condicione su decisión de político.