Vida de una actriz (2020) - Elvira Menéndez
En el Siglo de Oro español se rompieron las reglas teatrales que regían en otros lugares, respecto a la actuación de mujeres en la escena; aquí ellas podían subirse a los escenarios. En el siglo XXI una autora homenajea a estas señoras, en especial a una de ellas, inteligente y dotada para la interpretación, el canto y el baile: María Inés Calderón.
Una novela histórica nunca puede sustituir una investigación que trate los acontecimientos del pasado, porque este género solo usa esos eventos pretéritos como marco donde plasmar una ficción. A veces en estas invenciones personas reales de ayer se cruzan con personajes inventados por el autor o personas reales transformadas en la imaginación de los que escriben.
La protagonista de Vida de una actriz, María Inés Calderón, existió; fue amante de Felipe IV, con él tuvo al menos un hijo: Juan José de Austria. Pero en su biografía hay lagunas, quizás estas se deben sobre todo a que “La Calderona” –como también se la conocía- era una mujer y a ellas la historia no las ha tratado bien, no las ha considerado demasiado importantes para ocupar un espacio con relieve en su investigación. En el caso de esta actriz la leyenda y los rumores se unen a la falta de datos, junto a la confusión, además, entre su vida y la de su hermana, también cómica, Juana Calderón.
Elvira Menéndez llena su novela de verdad histórica, lo más cotidiano y los eventos políticos, descarriados, del Madrid del XVII, y en especial de su teatro. Lo cruza con aventuras, sorpresas, identidades ocultas, engaños, coincidencias y grandes amores.
Al final el lector se da cuenta que detrás de toda la trama, has vivido en corrales, casas, palacios, calles y locales barrocos. Te has introducido en la historia de aquellos momentos y no ha sido con un tratado científico sino con una ficción.
Los fragmentos en el libro se alternan entre dos fechas 1636 y 1646, con un epílogo en 1679.
El libro comienza en el Monasterio de Valfermoso de las Monjas, en la estancia de la abadesa, doña María de San Gabriel, era el año 1646. Allí brotan sus recuerdos que le está relatando a un fraile. ¿Cómo ha llegado María Inés Calderón a este convento?
“Los aldabonazos atronaron la calle en mitad de la noche. Tuve por cierto que iba a morir. Y un miedo atroz, desesperado, me paralizó. A Ramiro Núñez de Guzmán, que se desnudaba junto a mi cama, se la cayeron las pantorrilleras al suelo.”
La mujer refiere lo que sucedió diez años atrás en su casa de Madrid. Alguien había advertido al rey Felipe IV que su amante de entonces se encontraba en la cama con otro hombre. El monarca no podía consentir aquello y quién lo denunció lo sabía muy bien. Ella es ahora abadesa de esa congregación benedictina. Los celos de una reina, los intereses políticos de un gobernante ambicioso, los caprichos de un soberano frívolo, el amor apasionado de María Inés, pero sobre todo el cariño de una madre, la han convertido en monja.
Una intriga bien dosificada entre eventos unos más verosímiles y otros menos creíbles, más tópicos, pero muy gratificantes para el que lee, que se cobija bajo estas fantasías, que siente ira con los agravios de los poderosos, que experimenta júbilo cuando triunfa la equidad, que se duele cuando alguien no consigue lo que se merece, que disfruta el momento en que se reconoce la verdad, aunque alguien haya quedado derribado en el camino.
Elvira Menéndez quiere reivindicar en su novela al teatro y particularmente a las actrices, “criticadas por los moralistas e hipócritas”. Defiende el gran trabajo que les costaba estudiar, analizar y ensayar textos, bailes y canciones. Era una profesión que tenía una gran carga intelectual, aunque también refleja los enredos y patrañas que debían inventar para moverse en el negocio teatral, un territorio lleno de trampas y corruptelas, comandado por poderosos lascivos y religiosos severos.
La única salida era ser más astuto que todos ellos.
El teatro en esta época era luz y sombra. Textos conmovedores, profundos, ingeniosos, lúcidos -creados para grandes compañías- competían con malas copias que pequeñas agrupaciones arrastraban a sus pobres tablas, recorriendo pequeños pueblos, representando por, a veces, tan solo un triste mendrugo de pan.
Pero ambos espectáculos esparcían ilusión entre la gente; ricos y pobres vivían vidas nuevas, distintas a la propia. Por un tiempo en la palabra de los actores se escondía emoción, ilusión, alegría.
Los afeites de las actrices más mayores son una perfecta imagen de la quimera, espejismo y fantasía que suponía el espectáculo teatral. Esas dos avellanas que se metían en la boca para fingir carrillos redondos; o los papelillos de granada con los que se coloreaban mejillas, hombros, escotes, barbillas y puntas de las orejas, para crear falsa lozanía. También los dientes postizos atados con hilos de oro a las encías en bocas viejas. Eran engaños y eran artificios como los aparatos para crear truenos, que en los escenarios reproducían la ira de la naturaleza; o las maquinarias que hacían aparecer y desaparecer personajes en el propio escenario.
Las mujeres consiguieron con gran trabajo su espacio en las representaciones. Actores y actrices eran iguales frente al público y ambos derramaban ensueño en aquella España triste con reyes caprichosos, con gobiernos ambiciosos, con mucha pobreza, con toda la desigualdad.
La Calderona