La mala costumbre -2023- Alana S. Portero
El relato hermoso, crudo, sincero y muy valiente de Alana S. Portero, que muestra mucho de sí misma en su personaje. Pero también muestra mucho de todos nosotros, porque más de una vez hemos vestido un disfraz que nos apretaba.
Las memorias íntimas de una mujer trans arrimadas a dos espacios en Madrid. En su infancia el barrio de San Blas, después volaría hasta el centro de la capital. Siempre había viaje de vuelta.
Una novela de crecimiento, el desarrollo psicológico y físico de la protagonista desde su infancia hasta su madurez. También una novela de aprendizaje para ella y para los que leemos, que vemos cómo una niña va ahogándose en un charco de mentira, porque no se atreve a sacar afuera su verdadero yo. Ayuda, te deja huellas para circular en un territorio ajeno.
Una voz esperanzada, que pasea del pozo a la luz.
“Vi caer como ángeles terminales a una generación entera de muchachos. Adolescentes con la piel gris a los que les faltaban dientes, que olían a amoniaco y a orina. Flanqueaban con sus escorzos la salida del metro de San Blas en la calle Amposta y las praderitas del parque El Paraíso como cristos de Mantegna. Cubiertos de agujas como un san Sebastián. […] La primera vez que me enamoré fue de uno de aquellos ángeles. Se precipitó desde la ventana de casa de sus padres, […]”
Cuesta saber dónde cortar la cita, porque el relato se desliza impetuoso desde este inicio feroz. Te arrolla.
Cuando Efrén cayó llevaba una aguja clavada en el pie. Apenas lo recordaba de vivo, pero quedó presa de su belleza –apenas devastada aún por la droga– allí, tirado en la acera: “Si a los cinco años una tiene la capacidad de enamorarse, la mía se derramó completa sobre aquel pobre desgraciado.”
Esta primera persona narrativa, que mira hacia atrás en su vida, hoy es una mujer trans que vivía entonces en su barrio, en la comodidad de su familia cumplidora, afable; y en la incomodidad de su cuerpo.
Los capítulos aquí son como cuadros, y llevan títulos rotundos.
El barrio fue un engaño de la dictadura. Según se explica, con la precisión de un corte limpio de navaja, en los cincuenta se construyeron casas armatostes para cobijar a familias que no importaban a nadie, pero se olvidaron los servicios más esenciales: escuelas, mercados o agua corriente. La disidencia que se generó entre los habitantes se acalló años después con una droga fácil.
Alana Portero compone imágenes fibrosas con palabras que parecen sencillas. La escritora las engarza con pericia y envuelve con ellas la dureza junto al desprecio del poder que aplasta y fagocita.
Tenemos la impresión de ver lo monstruoso a través de una seda, que no le resta vigor, más bien le suma pesar.
Crea la realidad más cruda rociada de un estilo complicadamente llano; exquisito. “[…] una extensión de cemento llena de basura, ratas y jeringuillas usadas donde algunos chicos del barrio jugaban al fútbol de vez en cuando y que generalmente ocupaban yonquis, que jugaron al fútbol allí no mucho tiempo atrás, para pincharse y navegar el efecto de la heroína flotando en aquella superficie inmunda como nenúfares de alquitrán.”
La niña vivía quebrada en dos, confeccionaba sus dobles endiosamientos infantiles con lo hallado en sus lecturas y con lo que la circundaba. Las mujeres del barrio se hallan dibujadas con cierto favor. Eran su polo de atracción. Entre sus vecinas, la Peluca y Margarita se alzaban como seres míticos, faros alerta; diferentes de las otras. Ella las observaba con rigor; las absorbía con admiración, con dolor y rabia, cuando veía un reflejo de lo que podía ser su vida.
El elemento masculino aparece menos subrayado, y presentaba su peor cara con los malos tratos, que se conjugaban con el buen hacer de las vecinas en la casa de los vejados, acudían con comida caliente o pucheros de café, cuando la bestia se cansaba de brutalizar a su familia y salía a tomar el fresco, como si ya hubiera terminado la tarea del día. No se concebían entonces las denuncias, tocaba rogar por no ser una de aquellas víctimas.
Se filtra el miedo por perder el amor de su familia si la descubrían diferente de como ellos creían que era, por eso iba guardando los cotidianos momentos placenteros como pequeñas canicas de cristal en una bolsa; siempre temiendo no encontrarlas de nuevo, cuando volviera a abrir el saco mágico.
Cada día tenía que matar su ilusión, apagar lo que le bullía dentro. Aprendió a fingir porque creía que era lo que había que hacer. Su insondable tristeza solo se atemperaba en los rápidos fogonazos del maquillaje tras el pestillo del baño.
Crecía y el mundo allá fuera seguía su curso. Su vida y la de su vecindario, aplastado y entretenido con las nuevas distracciones, se movían en paralelo.
Jay abre la lista de personas que tiraron de ella hacia fuera y hacia arriba; alto, muy alto. Se le agarra la congoja a la garganta cuando piensa en tantos conocidos que la vida castigó porque no los sentía acomodados a sus exigencias.
“Nos habíamos sentado enfrentados y extendimos los brazos por encima de la mesa hasta entrelazar las manos.”
Encuentra un lugar donde no hay que esconderse. La narradora da el primer paso para romper las ligaduras que la ataban a una identidad falsa, la de su infancia, que se queda en San Blas. En el centro de Madrid surgirá la nueva, la verdadera, la que siempre quiso ser. En ese otro espacio le nació otra familia, con la que no tenía que mentir. Los miembros de ese clan ya habían roto con un ayer enmascarado y podían acompañarla en su travesía. Varias eran mujeres.
Un viaje iniciático, que tiene vuelta. Una travesía mítica que podía repetirse cada fin de semana. Sufría con la mentira que la ensuciaba, cuando salía el sol y otra vez no era ella. Se movía de un lado al otro del espejo.
Otro Madrid se adueña del relato, una ciudad hermosa cuando el amanecer se adivina. No carga en lo cutre, pero sí alimenta las expectativas del lector, que espera lo irremediable.
Ha pasado el tiempo y el San Blas al que vuelve por las mañanas ha cambiado. Un repaso agudo a los nuevos tiempos: las vecinas, sus ayudas y la vida toda se habían recogido a las casas.
Su familia permanecía.
Su alma y su cuerpo sufrirían arañazos, y tropezarían contra la maldad de tantos; pero fueron la caricia y la ternura de muchos las que la impulsaron.
Alana S. Portero realiza -y nos detalla finamente después- una batida pormenorizada por los rincones de su personaje.
Gracias 🫂