Normas de cortesía -2012- Amor Towles
Este autor es un fabulador singular, un contador de historias en las que apetece sumergirse, pero esta vez ha ahogado la historia con una masa paralizadora de informaciones y detalles.
Una sugestiva historia de amor, matizada y fuera de los raíles en un Manhattan de 1938. Una sólida estructura la incrusta entre un prólogo y un epílogo ubicados en 1966.
En esos momentos encontramos a Katey y a Val, su marido, en el Museo de Arte Moderno de Nueva York. Se ha inaugurado una exposición de fotos, lo mejor de la sociedad se ha desplegado por allí, más por dejarse ver que por ver lo expuesto.
Instantáneas tomadas treinta años atrás, todas en el metro. Viajeros que se encuentran ajenos a la cámara, que transmiten, quizás sin saberlo, su yo más íntimo.
Aquí brilla una de las habituales observaciones de Towles, la reconoceremos porque seguro que la hemos experimentado. Cuando entras en el metro, llevas contigo el personaje que eres, pero cuando el convoy se pone en marcha, te balancea y adormece; entonces salta hasta tu rostro lo que llevas dentro en esos momentos. Eres tú y no ese personaje que inventamos demasiadas veces. Tu reflejo en el cristal de la ventanilla de enfrente te devuelve la instantánea.
Las fotos son un elemento recurrente en la literatura, en Towles mucho más, las usa como elemento narrativo, conocemos circunstancias y personajes a través de esos recuerdos que en ocasiones rellenan las paredes de las casas. La fotografía tiene siempre el encanto ilusorio de paralizar el tiempo, nos podemos recrear en el instante que captura. Arrastra también una sensación perturbadora, cuando desde tu presente conoces que el que está ahí ya se fue.
Katey reconoce a alguien en uno de los retratos, es Tinker Grey. Su marido ha oído hablar del exitoso banquero.
Rostro desaseado, más flaco de lo que ella recordaba; una sonrisa leve, ojos brillantes, alerta, mirando directamente al frente, “como si fuera él quien observaba al fotógrafo y, de paso, a nosotros”.
Descubren un segundo retrato de la misma persona. Costaba reconocerlo en la nueva foto, envuelto en un lujoso abrigo de cachemir. Con el alivio predecible, Val comentó que económicamente se había recuperado. Pero ella disiente, le señaló que la primera imagen era posterior a esta. En ella Tinker tenía la cara más rellena pero más infeliz “ofrecía cierto aire de hastío pragmático, como si una serie de éxitos hubiesen traído consigo un par de verdades ingratas.”
Val calibra lo duro que debe ser el tránsito de la opulencia a la pobreza. “No, […], o no exactamente”, apuntó su mujer.
Se le vinieron a la mente recuerdos que iba a guardar para ella, no había nada que no pudiera decirse a un marido, pero ella prefería quedárselos para sí para “no diluirlos”. Los recuerdos en cuanto los sacas de ti se convierten en polvo, se deshacen, porque las palabras, la obligación de explicar los desbaratan. Es mejor preservarlos de la luz.
Katey admite solo, de manera enigmática, que durante un tiempo Tinker “formó parte de su círculo de amistades”. Pero se trasluce que hubo más.
Echa la vista atrás, hasta el 31 de diciembre de 1937, cuando todo empezó. Cuando Eve y ella conocieron a Tinkey. Las deslumbró con su porte, con su señorío sobre aquel mundo exclusivo de Nueva York. Ellas también le sorprendieron a él porque no eran mujeres corrientes, rechazaban cualquier dependencia, querían ser sus propias dueñas. No dudaban en burlar para colarse en el cine, tenían su espacio en la noche más marginal de Manhattan, los primeros clubs de jazz, los garitos clandestinos, los bares donde acudían los artistas. Todo retratado en sus más pequeños pormenores.
Eran amigas, compañeras de pensión y eran mujeres que supieron echarle un pulso al destino, y ganar.
En enero de aquel 1938 pudo surgir el amor, pero el destino lo tronchó con un giro brusco en forma de accidente. La relación se cargó con trozos de mentira, con pedazos de malentendidos, con pequeñas revanchas.
Pero la vida no se detenía para Katey, supo atarse al mástil y evitar las tormentas. Consiguió un apartamento para ella sola, buscó el trabajo que más se acomodaba a sus deseos, se deslizó entre la sociedad más exclusiva. Muchos rostros, muchas personalidades y temperamentos serpentearon junto a ella. Muchos se quedaron enganchados en una esquina del tiempo, porque nunca puedes arrastrar a todos contigo, vas bebiendo y los vasos van quedando atrás.
Leyó, leyó mucho. La literatura acompañó a Katey y sirvió a Towles para, con aquellas obras, decirnos mucho más de lo que se puede comunicar con simples palabras.
Katey comenta con nosotros, desde su primera persona, que no es fácil dar un golpe de timón en la vida, pero escoger determinados movimientos puede impulsarte. Conlleva un riesgo, tienes que elegir y el hacerlo implica un rechazo, y eso conlleva una pérdida.
Pudo descubrir al otro Tinkey, una crisálida que al final se convierte en mariposa. Y ella lo dejó volar.
Pero se guardó su recuerdo para siempre.
Nunca debió conformarse con las primeras respuestas, debemos hurgar hasta el fondo. Él era prisionero de la imagen que le habían, que se había obligado a crear. En el fondo los dos eran muy parecidos: los dos se inventaron a sí mismos.
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